Lo escuchaba esporádicamente. Desde hace un par de años, mensualmente. Hasta hace pocos meses, cada semana. Ahora, la frecuencia roza lo cotidiano. Hablo de los hurtos y pequeños delitos. Parece estar ‘de moda’, que diríamos, como eufemismo.
Las buenas personas, íntegras, asimiladas al sistema, apáticas, obedientes, acríticas y, eso sí, con la cuenta corriente más o menos estabilizada, están alertas en su día a día, atentos, fundamentalmente, para mantener la estabilidad de sus vidas. También eufemísticamente, claro, porque cuesta poco adivinar, tras las apariencias, que lo único que ejercita su instinto de alerta es el miedo a perder algún privilegio.
Y de eso me gustaría hablar aquí. De hurtos, y delitos, y privilegios. Porque están indisociablemente ligados.
Como decía, la regularidad con la que se habla en las conversaciones cotidianas sobre hurtos y delitos, suele ir estrechamente relacionada con la acusación al colectivo inmigrante como responsables de la mayor parte de estos, y de la ferviente decisión de votar a Aliança Catalana o alguno de sus congéneres ideológicos.
Y bueno, ¿quién es que acusa —sin vergüenza, insolentes, seguros de su opinión desinformada, taxativos, prepotentes — al mencionado colectivo de ser responsable-culpable — de estos, parece ser, gratuitos y nunca fruto de la necesidad o desesperación, hurtos y delitos?
💡 Es el vecino del quinto, y la recepcionista del hotel, y el profesor de escuela, y el mozo de escuadra.
¿Qué tienen en común estos perfiles aparentemente heterogéneos? Sí, lo ha adivinado: Todos son occidentales. Todos se han criado entre los lujos — que hoy llamamos, impúdicos, necesitados — de las sociedades acomodadas europeas, donde han tenido que batallar por trabajos con salarios generosos y días festivos. No por si habrán comido al final del día, para que nos entendamos.
Y es en este contingente en aumento de personas –a las que yo que, como ellos, también me sé conceder licencias, llamaré cariñosamente a representantes de la prepotencia de la ignorancia–, es a ellos, más que al colectivo inmigrante, a quienes observo alarmado, cuando profieren estas acusaciones, cargados de certeza, exultantes.
Porque el ejercicio de imprudencia, para ser educados, en lo que caen, me parece más bien aterrador.
Ellos sí. Y no porque con toda probabilidad jamás rozarán las circunstancias de desesperación que con tanta ligereza juzgan – aquella que hace que te juegues la vida para ir al país que ha explotado el tuyo durante siglos, hecho que ha provocado que tu país esté hundido en la miseria y su sobrecargado en la opulencia, pero no por la brutal ausencia de su seguridad insulte a un ejército de sociólogos y otros estudiosos que se dedican a desentrañarse las causas de complejos fenómenos sociopolíticos, no.
Lo que me parece aterrador es su conciencia de no ser corresponsables de esos hurtos y delitos que denuncian. Que consideren, de entrada e infantilmente, que la mayoría de los hurtos son por gusto y por malicia y no por necesidad y desesperación (Como si cometer ilegalidades y buscarse la persecución de la policía fuera un divertido hobby para personas sin nada mejor que hacer). Que consideren que no deben revisar nada de sus vidas, ni estar al caso de a qué colaboran, por el mero hecho de ser integrantes de pleno derecho de un país acomodado occidental. Que muestren manifiesta ineptitud por ver los efectos colaterales de nuestro modus vivendi, que condena a la otra mitad del mundo a la miseria para preservar nuestros lujos. Que participen de esa flagrante inconsciencia, que sería considerada delito grave en una sociedad más evolucionada. Y que señalen con el dedo sin darse cuenta de que, en ese gesto, cuatro dedos les señalan a ellos.
Esto se debe a que, como ya nos recordaba J. P. Sartre, L’enfer c’est les autres.
Este hecho, psicológicamente ya conocido – El principio de proyección, a través del cual se señala al afuera lo que se identifica en uno mismo, pero que resulta éticamente inadmisible – tomaría un cariz de asombro, si no fuera porque orbita en torno a otro eje vertebrador, que exceda las pretensiones de este artículo, pero que es motivo y causa:
La absoluta carencia de ética en relación con el dinero con el que actuamos en nuestros días.
“Me preocupa, porque nos hemos americanizado muy en muy pocos años“, me decía un amigo, joven, que pasó allí unos meses.
Se refería a desnudar la economía de todo contenido ético y político.
“Cuanto más dinero, mejor“. Este es el mantra que seguimos todos, consciente o inconscientemente.
Que la acumulación, moderada o desmedida, por encima de las necesidades razonables (un concepto que hace tiempo que los occidentales hemos transformado en sinónimo de inacabables lujos), no tenga ninguna implicación, como si fuera un juego de niños, que no tiene consecuencias, es lo que nos ha llevado, en parte, a los pequeños hurtos y delitos, dijimos por el bienestar común conciudadanos, nada menos.
Con esto, como se ve, no digo que no exista delincuencia menor injustificada: digo, clara y abiertamente, que de delincuentes también lo somos todos nosotros. Y al respecto cito, jurídicamente, el artículo 195, De la omisión del deber de socorro. Lo que no socorría a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave, cuando pudiera hacerlo sin riesgo propio ni de terceros, será castigado con la pena de multa de tres a doce meses.
Para quien no esté demasiado despierto: Pasar hambre o no tener un techo donde dormir en pleno invierno es un peligro manifiesto y grave. Y tener excedente en la cuenta bancaria es poder ayudar sin riesgo propio ni de terceros.
Como se puede ver, somos todos, efectivamente, unos criminales.
En el Respeto, Eduardo Galeano tiene una pequeña historia, que contiene el mensaje que intento contar. Aquel mensaje que, como privilegiados, nos negamos agresivamente a ver:
“De los pobres sabemos todo: en qué no trabajan, qué no comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no piensan, qué no votan, qué no creen….
Solo nos falta saber por qué los pobres son pobres. ¿Será porque su hambre nos alimenta y su desnudez nos viste?
La impunidad exige la desmemoria. Hay países y personas exitosas y hay países y personas fracasadas, porque la vida es un sistema de recompensas y castigos que premia a los eficientes y castiga a los inútiles. Para que las infamias puedan ser convertidas en hazañas, hay que romper la memoria: la memoria del norte se divorcia de la memoria del sur, la acumulación se desvincula del vaciamiento, la opulencia no tiene nada que ver con el despojo. La memoria rota nos hace creer que la riqueza es inocente de la pobreza y que la desgracia no paga, desde hace siglos o milenios, el precio de la gracia. Y nos hace creer que estamos condenados a la resignación.”
Y aún, un relato de origen taoísta, que quizás aún sintetiza más breve y claramente, en el que, seguro, nuestros respetuosos ciudadanos de los que os he hablado nunca se identificarán con el personaje del rey, si bien sus actos resultan demasiado evidentes para desmentirlos:
Sucedió hace tiempo en cualquier sitio. Un rey nombró de juez a un hombre sabio. Era
un taoísta. El rey confiaba en que el sabio resolvería con justicia muchos problemas.
El primer caso del juez parecía muy simple. Se trataba de un ladrón que había confesado
y fue cogido “con las manos en la masa”. Así que el sabio condenó a un año de
cárcel al ladrón. Pero también condenó al rico.
– ¿Cómo es esto? – dijo el rico. Yo he sido el damnificado, ¿y me arrestas?
– Sí, respondió el juez. Tú eres tan responsable como él, si no hubieras acumulado
tantas riquezas, él no te habría robado, toda tu acumulación es responsable de su
hambre.
Cuando se enteró de esto, el rey inmediatamente destituyó al juez, porque va
pensar así: “Si ese hombre continúa su razonamiento llegará hasta mí.”
Nuestro Xavier Rubert de Ventós, ya declaraba, al respecto, que “La democracia es el Totalitarismo de las Aparencias” .
Y el escritor Antonio Gala, que nos dejó recientemente, advertía que “Los privilegiados arriesgarán siempre su completa destrucción antes que ceder una mínima parte de sus privilegios“.
Estemos al caso, y cuestionémonos a diario, no sea que el peligro real, no viniera de fuera… Sino que lo lleváramos dentro.
📎 Gallifa, G. [Guillem]. (2025, 10 febrero). L’enfer c’est les autres. PsicoPop. https://www.psicopop.top/es/lenfer-cest-les-autres/
📖 Referencias: